13 de junio, 2012:
Dime qué es lo que quieres y te diré qué es lo
que no te voy a dar
Puede que se piense que éstas, en realidad,
más que las crónicas de un trayecto, son bocetos rápidos de mis pensamientos.
Tal vez, sí. Para poder contemplar y sopesar la naturaleza, pasmarme ante sus
colores y formas e intentar describir lo que veo y siento, necesito estar de
muy buen humor, rebozar de un ánimo infantil, luminoso. Cuando no se dan esas
premisas, aplasto mi mirada en la ruta, oscura, vacilante, y pienso. Nada más
pienso. Mi armonía (llamémosle: espiritual) es frágil, endeble, propensa a
enfermedades súbitas, estornuda y sufre, chilla y se hace un bollo de puntas
entrelazadas, enredadas, que luego es muy difícil de desenmarañar. Mi alegría (llamémosle,
también: espiritual) depende siempre de esa armonía, la copia, se hace eco de
sus caprichos y, a veces, incluso, adopta una autonomía misteriosa y dirige sus
propios actos. Por ejemplo, explota, solita, ajena a todos los demás
sentimientos y, cuando uno comienza a sentir el cosquilleo, muere; en seguida,
nos aborda la ruindad y la cara expresa la congoja sepulcral por el cadáver.
Por esas mismas razones, no es ordinario que ande con expresión de goce y,
menos aún, que lo manifieste a viva voz. Siempre tengo que escuchar que me
digan: Amadeo, por qué esa cara de perro/ Amadeo, por qué no ríes/ Amadeo, por
qué no hablas… Qué podría contestarles, cómo podría explicarles. Para los demás
no soy más que un baldío espinoso e insondable. El camino corto para buscar un
entendimiento sería desgajar la primera capa de dolores (como una cebolla) y
decirles que lo demás es igual, pero cada vez más apretado y profundo. No
entenderían. Nada. Aun si reventara en cólera y gritara: me aplauden lo que
ejerzo por obligación; me retribuyen por cumplir toscas responsabilidades;
dicen que soy útil porque coreo las monadas… en contrapartida, a nadie le
interesa lo que hago con absoluta pasión y amor. Haciendo esas cosas, las que
hago con el mayor de mis esmeros, no le “sirvo” a nadie. Si dejara de hacerlas,
si las quemara, nadie me recriminaría. Es claro, no estoy inaugurando nada con
este discurso. Si Vincent Van Gogh hubiese quemado todas sus telas en vida, a
nadie le habría importado. A veces, también, pienso que el equivocado soy yo
por intentar hacer lo que nadie me pide. No sé. Lo que si me atrevo a decir es
que creo que el mundo (¿Dios?) es demasiado banal y embrutecido; si no fuera
así, creería que se están burlando de mí.
Amadeo
Pastor
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