Todos muros.
Ni una puerta.
¿Dónde esconderé
mis miedos?
Orosmán Mayol
A mediados de la década del ochenta, a la salida de la más cruenta dictadura que vivió el Uruguay en toda su historia, la lucha por el cambio social emigra hacia ámbitos menos estructurados, crea nuevas formas de militancia, reorganiza esfuerzos con su simple tracción a sangre. Desde una experiencia nueva, el concepto de Revolución varía sus criterios. Sin perder firmeza y convicción, la esperanza trasiega su escenario, se vuelve elíptica, insubordinada y sutil. Ya no se cataloga como negativas o reformistas a aquellas medidas que no se supediten estratégicamente a la toma del poder, siempre y cuando modifiquen —de alguna manera— la composición de la sociedad y se conviertan, a su vez, en el motor de nuevas modificaciones.
Las diferencias más notorias que esta nueva literatura uruguaya mantiene con la anterior a la dictadura, se dan fundamentalmente a nivel de la narrativa. Si bien —aun despojado de la visión dura y pura de décadas atrás— sigue habiendo realismo, se agregan con mucha fuerza, dentro de esa arquitectura revisionista, elementos extraños y fantásticos, poco frecuentes en los años sesenta y setenta, donde predominaba en forma casi exclusiva un hiperrealismo urbano (con excepción del entonces muy combatido Felisberto Hernández). Pero si bien hay una visible distancia que las separa, también estas dos generaciones tienen puntos de contacto entre sí; en los nuevos sigue presente —por ejemplo— el conflicto del Hombre con su exterioridad, la impregnación de la ciudad en el ser humano, el sexo convertido en la única puerta de escape. (Como habitualmente sucede cuando una generación llega para ocupar el lugar de otra, siempre convive, en ese intento de parricidio, un reconocimiento tácito al “padre”).
En cuanto a la poesía —y a diferencia de la nueva narrativa, que para navegar hasta la orilla eleva voces y apuestas con respecto a sus antecesores— ésta emerge a la salida de la dictadura enfocando su proa hacia el silencio, sin mirar hacia atrás con tanta atención. Como descifrando una combinación secreta que la poesía comprometida de los sesenta extravió debajo de las palabras, los espacios en blanco parecen articularse a lo interno de la estructura poética. Desde ese equilibrio entre lo manifiesto y lo implícito, se reivindica el entendido de que en la literatura en general, y en la poesía en particular, la recta suele ser el camino más largo entre dos puntos. Emparentada a los grafitis vertiginosamente instalados sobre los muros de la dictadura, tal vez de allí descienda, de alguna manera, esa poesía breve, llena de viento, que parece provenir del diálogo con una ciudad solitaria y amenazante.
La intención de construir lo nuevo con los ladrillos de lo que se ha demolido, llegando paralelamente desde la vereda narrativa y desde la poética, completa el círculo de una generación que pese a todos los obstáculos llegó a la cita. Un poco tarde pero a tiempo. Con la mirada intacta.
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