FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA (extraido de www.geocities.com/desalambre/espinola.htm)
Nace en San José el 4 de octubre de 1901 y curiosamente muere el 26 de junio de 1973, un día antes de que murieran también las Instituciones Democráticas que garantizaban la libertad de los habitantes del Uruguay. Paco, como le decían habitualmente, había luchado en forma activa contra la dictadura de Terra; fue tomado prisionero en 1935 en la acción de Paso de Morlán. Aunque de manera análoga a la de Morosoli, sus personajes son seres desamparados, provenientes de los suburbios, relegados y perdidos en un mundo social que los excluye, no insiste en la fórmula del nativismo ni del naturalismo, ahonda en estos seres pero logra siempre trascender sus personajes a una dimensión metafísica.
Es tal vez el más artístico de nuestros narradores. Tuvo cualidades docentes relevantes y en ese terreno se desempeñó en 1939 en el Instituto Normal como profesor de Lenguaje y de Literatura en Enseñanza Secundaria desde 1945. Dictó cursos en
Un cuento de Paco Espínola
Rodríguez
Fue el último cuento que escribió Paco y se publicó por primera vez en la revista Asir en 1958. Destinado a ser favorito de la crítica y a merecer el más unánime entusiasmo fue, paradójicamente, recibido con frialdad en el momento de su publicación como ha testimoniado Arturo Sergio Visca, editor de la revista. El cuento que se inserta en la gran tradición evangélica y medieval de las tentaciones del diablo, responde, asimismo, a una tradición criolla que Espínola quiso inventar continuando la serie con otros cuentos de diablo que, finalmente, no escribió.Dice Paco: "Es el mismo diablo que ya no embroma a nadie entre las multitudes del siglo XI europeo. Con el culto a María Mediatriz, absolutamente popular y merecedor de la alarma de los Padres de la Iglesia, comenzó a hacerse sentir un concepto corrosivo sobre el Más Allá, que se esfumó después, yo no sé cómo. Ahí, en esa época, más o menos, las muchedumbres exteriorizaron su sentir de que el hombre no es responsable absoluto de sus actos. Vale decir: que los malos no lo son tanto como por sus acciones lo parecen. Entonces, si esto es así, ¿cómo puede haber Infierno, punición para la eternidad? El hombre inocente y sencillo de los campos y de los alrededores no se resignaba a ello. Pero se hallaba entre la espada y la pared. Infierno tiene que haber: es un dogma; no se puede discutir su existencia. Pues, entonces, no debiera haber hombres adentro. (...) Así, ocurre que el Infierno no existe, está lleno de tachos con aceite hirviente y de llamas; pero no hay ningún hombre".
Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento.., y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes, usted! -fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:
-¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
Francisco Espínola
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