11 de junio, 2012:
Ilusión Óptica
Salí, como todos los días, a las nueve y
cuarto. Absorto en pautar en mi mente una especie de cronograma de mi día,
apenas si había vichado por la ventana en busca de los pastos escarchados en el
patio blanco; no estaba, no había helado. Habría dejado tras la rueda trasera
de la moto un kilómetro, quizás dos, cuando me di cuenta de que el día estaba
luminoso y despejado; una neblina fría se empeñaba sin éxito en ocultar los
colores brillantes de una mañana azul. Los pájaros cantaban. En un momento tuve
la extraña sensación de que en cualquier tramo de la ruta, desde algún zanjón o
desde algún hueco en las arboledas me asaltarían por sorpresa, un montón de músicos,
payasos y equilibristas. Que la algarabía hasta ese momento insinuada en todas
las cosas, acabaría por materializarse en un circo improvisado al sonar de
bombos, platillos y trompetas. Con el sol en la cara, encandilado, veía las
siluetas que pasaban a contramano, algunos a caballo, y adivinaba en sus gestos
una alegría primaveral, un teatro de Truman Show, una publicidad hiperrealista.
Como si alguien quisiera venderme este país y yo estuviera a punto de
comprarlo. Pero no. Un revoltijo de tripas, más apegado a la realidad que toda
esa fantasía, me ponía al tanto de mis fracasos y frustraciones. Pasaba lista
de mis inquietudes. Esa novela, por ejemplo, que quiero publicar y que no puedo
(escasez de dinero, por supuesto). Porque detrás de la falacia de esa
propaganda que sólo veían mis ojos, detrás de ese país que casi acabo
comprando, estaban su fea mezquindad, sus pobres mentiras. Entré a la ciudad
con el sol en el costado; arriba estaba el cielo, profundamente azul y los
rostros, la gente, mis prójimos irremediables, surcaban las veredas abrigados
por el mismo ropón de tristeza que descubrí en una noche remota de mi infancia,
en la cara de mi madre y que pronto identifiqué en todos los espejos. Entonces,
conciente de que uno no debe gastar en cualquier guarangada sus esperanzas, las
guardé (otra vez) en el bolsillo traslucido y gastado de la resignación; canturreando,
por debajo de las lanas de mi bufanda, sin saber portugués ni haber asistido
nunca a la tabaquería en la que compra Esteves, los desgarradores versos de
Pessoa:
¡come
chocolates, pequeña, come chocolates!
mira que en el mundo no hay más metafísica que los
chocolates
mira que todas las religiones no enseñan más que una
confitería
¡come, pequeña sucia, come!
¡ojalá yo pudiese comer chocolates con la misma verdad
con que comes!
sin embargo yo pienso, y después de retirar el papel
de plata, que es de estaño,
lo tiro todo al suelo, como he tirado la vida…
NOTA: Por favor, cuando quieran venderme la
felicidad, no dejen ningún detalle librado al azar, desde muy niño he pulido mi
escepticismo y soy muy difícil de convencer, aún cuando lo deseo con tanta
intensidad.
Amadeo Pastor