La Radio del Gato

domingo, 13 de noviembre de 2011

El cómplice discreto


Por Edgar Borges (Desde España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

Entro a la librería y observo lectores que buscan los libros (novedades) de la semana. (Pienso en el crítico no crítico que sólo recomienda “lo que hay que leer”; en la promoción uniforme de la lista de los 10 “más vendidos” y de la sub lista de los 10 “más vanguardias”; el editor que sólo produce el gusto del mercado; el librero que esconde o devuelve los libros que no formen parte del cerrado circuito de la maquinaria. ¿Qué grado de responsabilidad tiene ese lector que sólo actúa según lo que le muestran los componentes de una cadena?). Voy por la calle y me asaltan las secuencias de las informaciones que anoche repitieron los noticieros de TV. (“La culpa de Grecia”; “La primavera árabe”; “Cuidado con los musulmanes”; “El asesino fue un gitano…un rumano…un latino…un…” Y de nuevo me pregunto lo mismo: ¿Qué grado de responsabilidad tiene ese escucha que sólo actúa según la “gran lección del segundo a segundo”?). El edificio, los vecinos; mi casa, la casa de los míos. (El señor que no compra productos en la pequeña tienda del barrio es el mismo sujeto que no confía en las batallas de sus cercanos. Cada mañana frente al espejo, él, sin saberlo, en su amargura ve los sueños de ellos). Creo que el asunto (la rueda) es que nadie se quiere meter en problemas ni consigo mismo ni con los demás (no es cómodo ir a contracorriente de los gustos que nos enseñan. De niño te inculcan el ciego régimen de la obediencia). Aparentemente se trata de un asunto de discreción. Sin embargo, ¿cuánto grado de discreción resiste la responsabilidad de las personas?

En mi habitación busco en el diccionario la palabra discreto. Discreto: “Se aplica a la persona que suele adoptar una actitud de prudencia en ciertas circunstancias, guardar reserva y mantener cautela para no decir algo que se sabe o piensa: es una mujer muy discreta, puedes confiarle cualquier secreto”. Y por tercera vez, en poco menos de dos horas, me pregunto: ¿Qué grado de responsabilidad tiene ese lector (el amable vecino; la amable trabajadora; el amable buscador de porquerías…) que sólo actúa según el grado de discreción que le permite ser simpático ante la mirada de las otras personas? (El que siempre sonríe muy a pesar de lo que se sabe o piensa). ¿Qué tanto de cómplice discreto habrá en los políticos que se abstienen en una votación importante? ¿Y en el hombre que ausente del mundo observa (y no observa) a la doña que mientras se persigna deja caer al suelo la servilleta con la que limpiaba la boca? ¿Y en el periodista que asegura que las cosas son de una determinada manera? Alguien ordena la acción, otro la ejecuta y demasiados otros callan. (La mano que mece la cuna marca tanto el ritmo como la mano de quien observa en silencio la proximidad de la caída).

Discreto, siempre escuché cuán importante (y necesario para la buena educación) era ser discreto. Hoy, cuando la discreción nos ha carcomido la responsabilidad, me vienen a la mente ciertas acciones discretas que determinan nuestra vida. El no ver hacia donde los otros no ven; el no opinar cuando todos callan; el no respirar cuando todos contienen el aliento; el no hacer lo que los demás no hacen (hay silencios que necesitan de un primer grito)… ¿Será indiscreción actuar? ¿Será imprudencia avanzar a contracorriente? Es posible que a veces sí y otras no; en todo caso, en estos tiempos, cuando se desmoronan conceptos y se discuten las actuaciones de los “protagonistas” del colapso (más allá de la supervivencia que te dice “cuidado muchacho, no te metas en problemas que después no tendrás dinero con qué llenar la nevera”), se hace necesario desviar la mirada hacia los rincones de la sociedad invisible y preguntarse por el papel de los discretos a ultranza. ¿A cuánto de tu discreto silencio le debe el oxígeno el poder del que muy prudentemente te sabes prisionero?

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