La Radio del Gato

lunes, 19 de septiembre de 2011

LA PALABRA - Daniel Abelenda

Publicado en Revista Hipoética Nº 19, marzo de 2011

Cuando aquella tardecita llegaste a la redacción, aún no habías tomado la decisión - me parece. Durante el viaje de 15 minutos en micro, lo pensaste. Porque no era fácil: necesitas aquel trabajo. Y todavía mantenías una ínfima esperanza en que El Gordo te dijera algo, que al menos se mostrara agradecido por la veintena de notas enviadas, y que él había publicado, sin excepción, en “su” diario – fundado por su padre, en realidad-.
Uno siempre espera que los demás cambien. Al entrar por la puerta de la librería, cuyo salón estaba en penumbras (las empleadas ya se habían ido), y escuchar el repiqueteo metálico de las linotipos y el olor a tinta, te diste cuenta que poco había variado en tu ausencia. Detrás de una mampara de madera compensada, reconociste el escritorio de R., tapado de diarios y recortes; su vieja Remington y su grabador – te parecieron objetos de museo. En el largo depósito con chapas de zinc, los operarios de overol azul trajinaban, envueltos en un penetrante olor a acetatos; ponían líneas de plomo y ordenaban  manualmente las hojas de la edición del viernes que escupían aquellos armatostes de hierro, que cada tanto se trancaban, provocando las puteadas de tus compañeros “chupatintas.”
El sonido del teléfono desde una pequeña oficina separada por una base de madera y vidrio esmerilado del taller, te advirtió que el Jefe estaba allí. La charla, como lo temías, fue banal. El Gordo ni siquiera mencionó tus colaboraciones (es verdad que a tu partida, hacía ya un año, no habían estipulado un pago por las notas de viaje), pero el periódico había llenado muchas páginas con ellas, y otros colegas  las habían elogiado calurosamente: “Este muchacho tiene un futuro en el periodismo”, le había dicho a tu padre, un veterano corresponsal de un diario de la Capital.
¿Y tu jefe no iba a decirte nada, ni una palabra de agradecimiento? Esperaste todavía unos minutos más. En vano: el tipo esperaba que siguieras trabajando en el mismo puesto con el mismo sueldo.  ¡Hubieras visto tu cara de frustración!  Es que en la juventud –querido amigo- uno puede ser dolorosamente ingenuo
Cuando saliste a la calle, caía una fría llovizna; te pusiste la capucha de la campera que habías comprado en Boston; si alguien hubiera visto tu cara entonces, habría percibido una extraña sonrisa de satisfacción para quien acababa de renunciar a su empleo -y sabe que será difícil conseguir otro en un pueblo. Tal vez era el corte que precisabas para lanzarte solo a la ciudad. Ya no había marcha atrás. Es notable cómo una palabra (o su ausencia) puede cambiar nuestro destino; aquí, un simple “¡gracias!”, hubiera escrito otra historia.
Aunque, seguramente lo sabes ahora, todo sucede por alguna razón.
Daniel Abelenda Bonnet, incluido en “Relatos de Juventud” (2010)

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