Cuando aquella tardecita
llegaste a la redacción, aún no habías tomado la decisión - me parece. Durante
el viaje de 15 minutos en micro, lo pensaste. Porque no era fácil: necesitas aquel
trabajo. Y todavía mantenías una ínfima esperanza en que El Gordo te dijera
algo, que al menos se mostrara agradecido por la veintena de notas enviadas, y
que él había publicado, sin excepción, en “su” diario – fundado por su padre,
en realidad-.
Uno siempre espera que
los demás cambien.
Al entrar por la puerta de la librería, cuyo salón estaba en penumbras (las
empleadas ya se habían ido), y escuchar el repiqueteo metálico de las linotipos
y el olor a tinta, te diste cuenta que poco había variado en tu ausencia.
Detrás de una mampara de madera compensada, reconociste el escritorio de R.,
tapado de diarios y recortes; su vieja Remington y su grabador – te parecieron
objetos de museo. En el largo depósito con chapas de zinc, los operarios de
overol azul trajinaban, envueltos en un penetrante olor a acetatos; ponían líneas
de plomo y ordenaban manualmente las
hojas de la edición del viernes que escupían aquellos armatostes de hierro, que
cada tanto se trancaban, provocando las puteadas de tus compañeros
“chupatintas.”
El sonido del teléfono
desde una pequeña oficina separada por una base de madera y vidrio esmerilado
del taller, te advirtió que el Jefe estaba allí. La charla, como lo temías, fue
banal. El Gordo ni siquiera mencionó tus colaboraciones (es verdad que a tu
partida, hacía ya un año, no habían estipulado un pago por las notas de viaje),
pero el periódico había llenado muchas páginas con ellas, y otros colegas las habían elogiado calurosamente: “Este
muchacho tiene un futuro en el periodismo”, le había dicho a tu padre,
un veterano corresponsal de un diario de la Capital.
¿Y tu jefe no iba a
decirte nada, ni una palabra de agradecimiento? Esperaste todavía unos minutos
más. En vano: el tipo esperaba que siguieras trabajando en el mismo puesto con
el mismo sueldo. ¡Hubieras visto tu cara
de frustración! Es que en la juventud
–querido amigo- uno puede ser dolorosamente
ingenuo…
Cuando saliste a la
calle, caía una fría llovizna; te pusiste la capucha de la campera que habías
comprado en Boston; si alguien hubiera visto tu cara entonces, habría percibido
una extraña sonrisa de satisfacción para quien acababa de renunciar a su empleo
-y sabe que será difícil conseguir otro en un pueblo. Tal vez era el corte que
precisabas para lanzarte solo a la ciudad. Ya no había marcha atrás. Es notable
cómo una palabra (o su ausencia) puede cambiar nuestro destino; aquí, un simple
“¡gracias!”,
hubiera escrito otra historia.
Aunque, seguramente lo
sabes ahora, todo sucede por alguna razón.
Daniel Abelenda Bonnet, incluido en “Relatos de Juventud”
(2010)
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