José Miguel Pallejá (1861-1887) tuvo una vida breve
pero sus contemporáneos de ambas orillas lo estimaron como una de las
personalidades pictóricas más atractivas de su época.
Quedó la leyenda
romántica del talento joven muerto de tuberculosis. Pero sobre todo, quedó una
obra, dibujos y pinturas, y un autorretrato inolvidable que, exhibido de vez en
cuando en muestras colectivas, sale de su encierro en la Casa Giró. La casi
totalidad de la obra que dejó, conservada por sus descendientes en Buenos
Aires, fue adquirida por las autoridades municipales en 1961 con destino al
Museo Blanes y todavía espera una divulgación que nunca se hizo, ni siquiera en
el centenario del nacimiento. El coleccionista porteño Horacio Porcel atesora
varios cuadros fundamentales, por su excepcional calidad e inventiva,
desconocidos en Uruguay. Hijo de José Pallejá y Dolores Miguel, tuvo un
paradojal destino. Vinculado familiarmente a la Argentina , fue un
artista nítidamente rioplatense pues trabajó, alternativamente, en una y otra
orilla. Disfrutó, en vida, de un seguro prestigio y una admiración cierta; la
incomprensión rara vez se puso de manifiesto. Su taller montevideano de la
calle Uruguay y Río Negro era visitado de continuo por personalidades
(inclusive eclesiásticas) y su obra se exhibía en el mítico Salón Maveroff, en
vidrieras comerciales (un hábito de aquellos años) y en Bossi y Bottet, en
plena calle Florida de Buenos Aires, considerado el lugar más importante. Su
firma se difundió en las colaboraciones que hizo para La Ilustración Argentina ,
en cincografías y litografías que multiplicaron su temprana fama. Los
escritores Daniel Muñoz, Carlos Roxlo, Mariano de Vedia, Juan Zorrilla de San
Martín, Carlos Guido y Spano analizaron con frecuencia (y con agudo sentido
crítico) sus trabajos.
Desde niño, José Miguel Pallejá (lleva los apellidos
materno y paterno) tuvo vocación hacia el dibujo. En la escuela y en el liceo,
cada hoja de papel que estaba al alcance de su mano era sometida al ejercicio
del lápiz o la tinta registrando los rostros de sus condiscípulos y profesores.
En su casa, se refugiaba en el sótano, a escondidas de su padre, y allí
liberaba, ebrio de placer, sus sueños de artista. Su empecinada pasión anuló
los deseos paternos de orientarlo hacia una carrera universitaria y así comenzó
los estudios sistemáticos de dibujo y pintura con Julio Freire y José Felipe
Parra, respectivamente. En 1879,
a los 17 años, se embarca rumbo a Europa, en ansiado
viaje formativo, instalándose en Barcelona hasta 1881, para continuar luego a
París y trabajar con Oliver Merson y un año más tarde se encamina hacia Italia.
En Florencia visita a Juan Manuel Blanes, y continúa a Roma, Nápoles y Pompeya
para entrar en contacto con el arte del pasado. Regresa apresuradamente en
1882, justo a tiempo para intervenir en la Exposición Continental
de Buenos Aires. A los 20 años, su talento empieza a escalar en la
consideración pública. No le quedaría mucho tiempo de vida. La tuberculosis
comienza a instalarse en su cuerpo frágil. Los seis años restantes fueron
testimonio de una experiencia vital ardiente y de una labor creadora muy
singular. Incursiona por el campo argentino y uruguayo, recoge apuntes
costumbristas para captar lo que él llamó "el carácter" e hizo los
mejores retratos de su carrera. Hasta que fue llamado a decorar el vestíbulo de
la Quinta Lezama
de Buenos Aires, hoy sede del Museo Histórico. Esa labor, demasiado ambiciosa
para su debilitado organismo, selló su suerte. Quedó inconclusa (los síntomas
de la enfermedad se agudizaron) y posteriormente las pinturas murales fueron
blanqueadas y el edificio refaccionado. Subsistieron, sí, los bocetos y dibujos
preparatorios y algunas descripciones literarias de la temática empleada.
Gregorio Lezama quiso imitar el mecenazgo de la aristocracia europea y le
encomendó a José Miguel Pallejá una obra de proporciones enormes de
"carácter moral y decorativo", con el techo poblado de ángeles y en
las arcadas la representación de las artes (poesía realista y romántica,
historia antigua y moderna, música italiana y wagneriana, escultura y
arquitectura antigua y moderna) siguiendo una dicotomía muy utilizada en la
época. En las cabeceras del vestíbulo se representaron las figuras de la Fama y la Fortuna y entre los vanos
de las ventanas, paisajes de diversos géneros.
La obra de la Quinta Lezama quedó, pues, sin concluir. Pero
antes de ir hacia una imposible recuperación en las aguas termales europeas,
remató sus obras del taller de la calle San José 63, de la capital porteña, y
se refugió, primero, en Paysandú, y luego en Europa (Pau, Lourdes, Burdeos,
París). Como las desgracias vienen en legión, perdió a su hija y tuvo que
cuidar de su mujer convalesciente. Con pocas fuerzas, consiguió trasladarse a
Barcelona para morir el 11 de noviembre de 1887. Tenía 26 años.
Acertó Carlos Roxlo al escribir que los cuadros de José Miguel Pallejá
son "diseños, no obras acabadas". En efecto, el inacabado de su
pintura, ejemplarmente visible en su autorretrato, vino a desmentir el clásico
naturalismo de Blanes que el positivismo se encargaría de codificar. La
pincelada es dinámica y acaricia la tela con capas fluidas y sucesivas,
buscando las tonalidades terrosas propia de los románticos. Pallejá no fue un
estricto romántico, aunque captó la sensible herida de la subjetividad doliente,
de la misma manera que en sus excelentes dibujos el trazo, limpio y sin
sombras, recoge el movimiento de los personajes con una libertad inusual entre
sus contemporáneos locales. Mucha de su producción se perdió o está dispersa e
ignorada. Lo que quedó, en especial el Autorretrato,
álbumes de dibujos, es suficiente para ingresarlo al círculo exigente de la
retratística uruguaya. Por: N. D. M
Información extraída de: http://www.lr21.com.uy/cultura/145845-los-olvidados-5-jose-miguel-palleja
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