La Radio del Gato

lunes, 21 de mayo de 2012

1976 - 20 de mayo - 2012


El futuro demanda mi memoria
En la mañana de aquel jueves 20 de mayo de 1976, desperté con el mismo silencio y la misma quietud de la pensión en donde me hospedaba. No hablaba con nadie para no delatar con algún uruguayismo mi inconfundible nacionalidad.
Buenos Aires se presentaba húmeda y a mí me pareció que la tensión crecía a cada rato en aquella ciudad ocupada de guerra.
Caminé por las calles cuadriculadas, haciendo mi clásico zigzag, siempre diferente, para llegar a la otra pensión donde vivían mis amigos.
Graciela no me saludó; sólo dijo ¿te enteraste? y yo le devolví mi cara de interrogación como única respuesta del momento.
Entonces ella habló: Encontraron en un auto a Michelini, a Gutiérrez Ruiz, a Rosario Barredo y a William Whitelaw. Los cuatro están muertos.
Las palabras se negaron a salir. En mi boca quedó como un vacío amargo que ya conocía de otras veces. Volvió a mí la misma sensación que sentí el lunes 19 de abril del mismo año, apenas un mes y un día antes, cuando la prensa argentina daba cuenta de la aparición de la joven maestra Telba Juárez acribillada a balazos en el barrio de Barracas.
Al fin, ya casi mediodía, hablamos con Graciela y con El Manso de lo que estaba sucediendo. A los tres nos pareció que la cosa venía de exterminio. Sentimos miedo. Es que de eso se trataba. Años después, cuando hablamos de terrorismo de estado, de coordinación represiva, de Plan Cóndor y de la Doctrina de la Seguridad Nacional, sabíamos de qué estábamos hablando, porque todo eso caló hondo en nosotros, en nuestras familias, en los amigos, en los conocidos, en la sociedad toda. Es que aquellos mensajes estaban dirigidos para el conjunto del pueblo, traducidos a lenguaje de muerte, de asesinato, de secuestro, de desaparición, de desazón y desesperanza.
Ellos querían que oyéramos, a través de los cuerpos perforados, sus mandatos precisos de que no hiciéramos nada, de que abandonáramos la lucha, de que todo estaba perdido, de que ellos eran infinitamente más poderosos, omnipotentes e impunes que cualquier otra fuerza en la región.
Entonces aprendí una importante lección: no había que subestimarlos. Tenían, por el momento, algo de razón.
Pero enseguida me pareció oír otros mensajes que también surgían de los cadáveres grises. Los agujeros de las heridas eran como bocas que lanzaban alaridos silenciosos que mi cabeza fue pasando en limpio: no se queden, investiguen, hay que resistir, nada se podrá construir sobre la base de estos cimientos de mentira, de ocultamiento, de silencio. ¡Hablen! ¡Cuéntenle al mundo lo que está sucediendo! ¡Que cada pueblo sepa la verdad completa! ¡Que nada quede sin saberse ni juzgarse!
Y yo me eché al mundo. Y en el mundo me encontré con mil caminos que se iban haciendo con los pasos de mucha gente, que fue encendiendo lucecitas sobre cada centímetro de la verdad que fuimos construyendo como un trabajoso tejido, hilvanando pedazo por pedazo.
Los pasos estaban ahí. Los que no veía los oía como llegando desde adentro, del mismo suelo de Uruguay. Eran pasos mucho más cuidadosos, en zapatillas silenciosas, pero eran. Entre las casas y las calles también se fue tejiendo la verdad y casi sin quererlo, el 20 de mayo se marcó hondo entre la gente, como la fecha donde se agrupan todas las fechas, con los cuatro nombres que contienen todos los nombres, con aquellos gritos que creí sentir entonces, surgidos de las heridas, que son la suma de todos los gritos y de todas las heridas. Pero principalmente con otra convicción, la de que nada se puede construir sobre la base de cimientos de dudas, de engaños, de injusticias. Ese fue el grito principal que sonó profundo en mis entrañas.
Entonces comprendí. Era el futuro en el que soñamos tantas veces, el que me estaba demandando la memoria, el que me decía que no olvidara. Eran los muertos queridos que ya no estaban quietos en algún lunes o algún jueves, treinta y seis años atrás, adentro de un auto abandonado o en una cuneta. Ellos estaban adelante, en el futuro que vamos construyendo y desde allí pude entender que me gritaba María Emilia y el charleta Zaffaroni, el bayano Nelson Santana y el maestro Inzaurralde y Bernardo Arnone y León Duarte y los muertos en el penal y los asesinados en la seccional 20 y los fusilados de Soca y los muertos en la tortura y los dejados morir en la sala 8 del hospital militar y los niños secuestrados y los nacidos en cautiverio y el maestro Julio Castro y Ubagesner Cháves Sosa y otra vez Telba y Zelmar y Héctor y Rosario y William y…
A alguien se le ocurrió. En 1995 se hizo la primera. Rápidamente se dieron cita miles y desde el principio fue una marcha de silencio. Ahí comprendí. Es de silencio porque todavía siguen gritando desde sus heridas abiertas que no dejemos de marchar, que hay que llegar a un futuro de verdad y de justicia para empezar, entonces, a caminar más derechos y más humanos, por un nuevo camino de luz sobre todos los hechos, con el último huesito del último meñique encontrado, con la definitiva nulidad de todo lo que atente contra la justicia. Y ese camino va hacia el futuro desde donde se reclama mi memoria. Recién allá voy a encontrarme otra vez, en cualquier día de la semana, con mis queridos, con mis entrañables, con aquellos que perdí durante todos estos años, que no cerrarán sus heridas, no, pero las llevarán de otra manera y tal vez hasta alguno de ellos cante con nosotros: Gracias doy a la desgracia / y a la mano con puñal / porque me mató tan mal, / y seguí cantando.
Por ahora hay que seguir caminando en silencio, porque ese silencio es mucho más poderoso que todas las voces, salvo las voces de ellos, que desde ese silencio siguen diciéndonos con dignidad, con entereza, que la más íntegra condición humana es vivir en la verdad y la justicia.
              
Ignacio Martínez

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