La Radio del Gato

martes, 3 de julio de 2012

70 KM. /H CRÓNICAS DE UN TRAYECTO


3 de julio, 2012:
¿Quo vadis, hijo mío?


Nunca fui capaz de hacer de mis antojadizas experiencias personales, ni de mis sueños, material literario. Sé que muchos escritores sacan provecho de sus sueños para escribir sus obras, yo no. Tampoco mi historia me ha servido directamente; en toda novela se percibe un tufo autobiográfico y las mías no son la excepción, pero plasmar la realidad de forma lineal y concreta me resulta imposible. Es como si mis manos se resistieran a escribir todo lo pautado, todo lo que no responda a la improvisación y la espontaneidad. Hoy, sin embargo, me he propuesto contar un sueño, aunque me temo que no tendrá mayor valor. Al menos, ansío de él una potestad documental, testimonial.
Soñé que estaba en mi pueblo, en el patio trasero de la casa en que me crié; caminaba entre los petates de lo que parecía una exhibición de esculturas en una feria improvisada y carnavalesca. Me paseaba con la convicción de que todos esperaban un comentario de mí, un juicio sobre aquellas obras y su autor. Siempre he tenido la sensación de que se me desprecia y se me teme por mis palabras, acidas, abrutadas, rústicas; igual, no estaba dispuesto a defraudar las expectativas y abrí la boca. Lo que salió fue un mazacote recio y desalmado de palabras: no me gusta, no es arte, es inmaduro, es feo. Inmediatamente, el pueblo se vino contra mí, odiándome. Me acusaron de soberbio, de no saber lo que estaba diciendo. Traté de explicarles que ellos no entendían el arte; que esa era la razón de que mis acotaciones les resultaran groseras. Una vieja, desde su silla descangayada, empezó a vociferar que ella sabía claramente lo que era el arte. Ensayaba comentarios erróneos y disparatados. Me fui. Alguien me seguía pero nunca supe quién era. Quizá era más de una persona. En seguida me encontré con mi familia. Las disputas continuaron. Yo era un paria. Aparentemente, por el simple hecho de ser artista. Nunca me quedó claro si lo blasfemo era ser artista o que yo lo fuera. Mi abuela sacudía la cabeza, reprochándome sin agravios. Siempre me ha defendido y tolerado. Mi madre estaba en la misma tesitura. Pero mi tío, que durante mucho tiempo sintió un sofrenado rechazo por mí (aunque estoy seguro de que me quería, que siempre lo ha hecho), a él se le ponían los ojos duros y me acusaba sin piedad. Yo trataba de defenderme y no lograba otra cosa que exacerbar más la situación. Todos regañaban mis actos y decisiones.  Me censuraban. Al fin, traté de excusarme diciendo que, al menos, yo no los molestaba, no les pedía nada. Mi tío frunció la boca con desden y sentenció que eso tampoco era cierto. Yo molestaba. Entonces, embargado de impotencia, salté sobre mi tío y lo destroce a golpes como si fuera una tortilla de carne molida. En ese momento, me atravesó el cuerpo el sentido de la culpa; ésta vez, una culpa verdadera. Ahora debía de pagar por mis actos de violencia, ahora había una justificación para ser juzgado. Miré a mi madre y comprendí de inmediato el dictamen de sus ojos. Debía morir. Agaché la cabeza, resignado, viendo en las manos de mi madre el tamaño de la piedra cuadrada con la que acabaría matándome. Lo acepté, casi sin dolor, sin tristeza. Entonces, sobrevino lo más desesperante y angustioso del sueño. Mi madre levanto la piedra para tomar impulso y en el trayecto fatal del golpe gritaba martirizada: ¿Quo vadis, hijo mío? ¿Quo vadis, hijo mío?
Desperté con el pecho revuelto de ansiedad. No sé latín. He leído como cualquier mortal las frases sueltas que aparecen en los libros. Nada más. Aquella frase me sonaba familiar. Cuando encontré el origen de la expresión me sentí aún más confundido que con el sueño. Se le atribuye a Pedro. ¿Adónde vas? (que eso es lo que significan aquellos vocablos) fué lo que le preguntó Pedro a Jesús a la salida de Roma; a lo que Jesús respondió: Roman Vado iterum crucifigi (voy a Roma para ser crucificado otra vez). Todos habían abandonado a Jesús.
Durante todo el día he pretendido explicar el motivo del sueño, los resultados son frustraciones. Quizá mi condena sea resucitar, como Jesús, para otra vez ser crucificado.

Amadeo Pastor

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