El autobús desea, con todo su árbol y todo su diferencial,
a la linda voiturette de armoniosas líneas.
Poco a poco logra acercarse a su lado para
arrullarla con la moderación del motor poderoso.
La voiturette, espantada por aquel estruendo,
pega un legítimo salto de hembra elástica y huye.
De lejos, le hace adiós con el pañuelito azul del escape.
El autobús la persigue de inmediato. En su atontamiento
de paquidermo rijoso apenas salva los obstáculos
del nervioso y minúsculo tránsito callejero.
Persecución grotesca. Lo monstruoso detrás de lo alado.
El autobús se devora a la linda voiturette con los
ojos de todas sus ventanillas ambulantes.
La voiturette se despereza con los brazos
alargados de la velocidad.
De repente, se detiene junto al cordón de la vereda.
Hembra, al fin y al cabo, se ha emocionado
con la persecución empeñosa del autobús.
El autobús la ve detenida. Se le allega todo
sudoroso; cayéndosele la baba hirviente por el tapón
del radiador; todos los vidrios conmovidos; húmedos
el parabrisas, los guardabarros temblorosos; los ojos
de los faros desorbitados.
Va a detenerse. Pero -exigencias del trabajo-, el
embrague le hace seguir de largo. ¡La norma! El
autobús es para trabajar y no para enamorar
voiturettes por las calles.
Entonces el pobre monstruo padece angustia rabiosa.
Una rabia que se condensa en miradas de
odio rojo que larga por los faroles posteriores.
De El hombre que se comió un autobús, 1927
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