El futuro demanda mi memoria
En
la mañana de aquel jueves 20 de mayo de 1976, desperté con el mismo silencio y
la misma quietud de la pensión en donde me hospedaba. No hablaba con nadie para
no delatar con algún uruguayismo mi inconfundible nacionalidad.
Buenos
Aires se presentaba húmeda y a mí me pareció que la tensión crecía a cada rato
en aquella ciudad ocupada de guerra.
Caminé
por las calles cuadriculadas, haciendo mi clásico zigzag, siempre diferente,
para llegar a la otra pensión donde vivían mis amigos.
Graciela
no me saludó; sólo dijo ¿te
enteraste? y yo le devolví mi
cara de interrogación como única respuesta del momento.
Entonces
ella habló: Encontraron en un
auto a Michelini, a Gutiérrez Ruiz, a Rosario Barredo y a William Whitelaw. Los
cuatro están muertos.
Las
palabras se negaron a salir. En mi boca quedó como un vacío amargo que ya
conocía de otras veces. Volvió a mí la misma sensación que sentí el lunes 19 de
abril del mismo año, apenas un mes y un día antes, cuando la prensa argentina
daba cuenta de la aparición de la joven maestra Telba Juárez acribillada a
balazos en el barrio de Barracas.
Al
fin, ya casi mediodía, hablamos con Graciela y con El Manso de lo que estaba
sucediendo. A los tres nos pareció que la cosa venía de exterminio. Sentimos
miedo. Es que de eso se trataba. Años después, cuando hablamos de terrorismo de
estado, de coordinación represiva, de Plan Cóndor y de la Doctrina de la
Seguridad Nacional, sabíamos de qué estábamos hablando, porque todo eso caló
hondo en nosotros, en nuestras familias, en los amigos, en los conocidos, en la
sociedad toda. Es que aquellos mensajes estaban dirigidos para el conjunto del
pueblo, traducidos a lenguaje de muerte, de asesinato, de secuestro, de
desaparición, de desazón y desesperanza.
Ellos
querían que oyéramos, a través de los cuerpos perforados, sus mandatos precisos
de que no hiciéramos nada, de que abandonáramos la lucha, de que todo estaba
perdido, de que ellos eran infinitamente más poderosos, omnipotentes e impunes
que cualquier otra fuerza en la región.
Entonces
aprendí una importante lección: no había que subestimarlos. Tenían, por el
momento, algo de razón.
Pero
enseguida me pareció oír otros mensajes que también surgían de los cadáveres
grises. Los agujeros de las heridas eran como bocas que lanzaban alaridos silenciosos
que mi cabeza fue pasando en limpio: no se queden, investiguen, hay que
resistir, nada se podrá construir sobre la base de estos cimientos de mentira,
de ocultamiento, de silencio. ¡Hablen! ¡Cuéntenle al mundo lo que está
sucediendo! ¡Que cada pueblo sepa la verdad completa! ¡Que nada quede sin
saberse ni juzgarse!
Y
yo me eché al mundo. Y en el mundo me encontré con mil caminos que se iban
haciendo con los pasos de mucha gente, que fue encendiendo lucecitas sobre cada
centímetro de la verdad que fuimos construyendo como un trabajoso tejido,
hilvanando pedazo por pedazo.
Los
pasos estaban ahí. Los que no veía los oía como llegando desde adentro, del
mismo suelo de Uruguay. Eran pasos mucho más cuidadosos, en zapatillas
silenciosas, pero eran. Entre las casas y las calles también se fue tejiendo la
verdad y casi sin quererlo, el 20 de mayo se marcó hondo entre la gente, como
la fecha donde se agrupan todas las fechas, con los cuatro nombres que
contienen todos los nombres, con aquellos gritos que creí sentir entonces,
surgidos de las heridas, que son la suma de todos los gritos y de todas las
heridas. Pero principalmente con otra convicción, la de que nada se puede
construir sobre la base de cimientos de dudas, de engaños, de injusticias. Ese
fue el grito principal que sonó profundo en mis entrañas.
Entonces
comprendí. Era el futuro en el que soñamos tantas veces, el que me estaba
demandando la memoria, el que me decía que no olvidara. Eran los muertos
queridos que ya no estaban quietos en algún lunes o algún jueves, treinta y
seis años atrás, adentro de un auto abandonado o en una cuneta. Ellos estaban
adelante, en el futuro que vamos construyendo y desde allí pude entender que me
gritaba María Emilia y el charleta Zaffaroni, el bayano Nelson Santana y el
maestro Inzaurralde y Bernardo Arnone y León Duarte y los muertos en el penal y
los asesinados en la seccional 20 y los fusilados de Soca y los muertos en la
tortura y los dejados morir en la sala 8 del hospital militar y los niños
secuestrados y los nacidos en cautiverio y el maestro Julio Castro y Ubagesner
Cháves Sosa y otra vez Telba y Zelmar y Héctor y Rosario y William y…
A
alguien se le ocurrió. En 1995 se hizo la primera. Rápidamente se dieron cita
miles y desde el principio fue una marcha de silencio. Ahí comprendí. Es de
silencio porque todavía siguen gritando desde sus heridas abiertas que no
dejemos de marchar, que hay que llegar a un futuro de verdad y de justicia para
empezar, entonces, a caminar más derechos y más humanos, por un nuevo camino de
luz sobre todos los hechos, con el último huesito del último meñique
encontrado, con la definitiva nulidad de todo lo que atente contra la justicia.
Y ese camino va hacia el futuro desde donde se reclama mi memoria. Recién allá
voy a encontrarme otra vez, en cualquier día de la semana, con mis queridos,
con mis entrañables, con aquellos que perdí durante todos estos años, que no
cerrarán sus heridas, no, pero las llevarán de otra manera y tal vez hasta
alguno de ellos cante con nosotros: Gracias doy a la
desgracia / y a la mano con puñal / porque me mató tan mal, / y seguí cantando.
Por
ahora hay que seguir caminando en silencio, porque ese silencio es mucho más
poderoso que todas las voces, salvo las voces de ellos, que desde ese silencio
siguen diciéndonos con dignidad, con entereza, que la más íntegra condición
humana es vivir en la verdad y la justicia.
Ignacio Martínez