Alejandro Michelena
A la memoria de Ricardo Prieto, que supo animar –con sutileza, tolerancia e inteligencia- la última tertulia literaria que en el sentido tradicional de la palabra tuvo Montevideo
En el año 1989 comenzó a circular, por los corrillos culturales montevideanos, la insólita noticia de que una peña “como las de antes” había sentado sus reales en el Mincho Bar, ese reducto de Yi casi Colonia que supo albergar en los sesentas una mesa legendaria presidida por Clara Silva y L. S. Garini. Tiempo después la nueva se confirmó plenamente, y fue haciéndose notoria esa cita de la noche de los lunes, que se transformó en ámbito privilegiado donde se encontraban varias generaciones, diversas formas de concebir la literatura y contrapuestas visiones de la vida, lográndose rescatar aquel auténtico pluralismo cultural que fuera motivo de orgullo para los uruguayos muchas décadas antes.
Vale destacar ciertos rasgos que tornaron atípica esa tertulia de comienzos de semana: lo nutrido y constante de su parroquia habitual, el nivel de calidad literaria de la misma, la permanencia durante años sin claudicaciones, su condición casi institucional –con día y hora establecidos- tal como sucedía en aquellas peñas de los años treinta, y la cantidad de gente que aglutinó.
En la muchas veces amplísima rueda se habló de nuevos libros, se realizaron intercambios de obras, se polemizó sobre temas de importancia cultural, se rescataron materiales y recuerdos del pasado literario. En suma, se cumplió a cabalidad con lo que ha sido la dinámica propia de tales encuentros desde siempre.
Los más persistentes, lunes a lunes, fueron el veterano narrador Alfredo Gravina, el editor Carlos Marchesi, la escritora Suleika Ibáñez, el viejo profesor de literatura y no desdeñable cuentista Aldo Cánepa, el original escritor Julio Ricci, y los también narradores Ariel Méndez y Manuel Márquez. Y por supuesto, el dramaturgo Ricardo Prieto, quien era el inspirador y sostenedor infatigable de esa parroquia extraordinaria.
No menos interesante es la lista de los que cada tantos lunes solían aparecer por el fondo del Mincho integrándose a la amplia mesa: la poeta Marosa Di Giorgio, los críticos Yamandú Marichal y Jorge Pignataro, el escritor Juan Carlos Legido, el dramaturgo Ariel Mastandrea, el actor Roberto Fontana, el narrador y editor Horacio Verzi, la terapeuta Blanca Porras, la escritora y crítica Cristina Landó, el narrador Miguel Angel Campodónico, el crítico y profesor Lauro Marauda, entre los más notorios. Y si nos remitimos a los que fueron nada más que simples visitantes, y sin cansar al lector con una interminable letanía de nombres, podemos recordar al crítico e investigador norteamericano David Foster, al poeta Saúl Ibargoyen Islas en sus visitas desde México, al escritor Leonardo Garet llegando desde Salto, a la narradora Teresa Porzecanski, al editor Jorge Freccero, a la gran actriz Beatriz Massons, a un fino intelectual de los cuarenta como Julio Bayce, a la crítica Beatriz Bayce, a los originales narradores Tarik Carson y Juan Introini, a la joven poeta e investigadora Marisa Guevara en sus venidas de Buenos Aires, al escritor e investigador Leonardo Rossiello arribando desde Gotemburgo.
Tal vez nos falten unos cuantos nombres, pero con sólo un puñado de los consignados bastaría para que el lector se haga una idea de la significación que el encuentro –que se desplegara semana a semana, durante años- pudo tener. Allí se vincularon escritores con editores; en ese marco propicio germinaron polémicas fecundas sobre temas tales como la vigencia del marxismo, la condición de la mujer en la literatura uruguaya, el valor (o no) de los escritores del boom de los sesenta, los intelectuales del 45 y los límites de su hipercriticismo, la vigencia de Cortázar o de Sábato en el final del siglo XX.
Sobre esas mesas el veterano Cánepa depositaba cada lunes un montón de ejemplares del emblemático semanario Marcha, que en general se apresuraban a llevar algunos jóvenes que solían escuchar admirados el coloquio. Al Mincho entró una vez un joven tímido, que entre respetuoso y titubeante acercó con miedo sus poemas a ese grupo que para él era como una suerte de “olimpo a la uruguaya”; lo más curioso que de inmediato se alejó del lugar y nunca más volvió...
Hubo sobre todo en esta rueda donde nunca faltaba el brillar del talento, diálogo inteligente, circulación de ideas y propuestas, y planteos para la reflexión. Allí se generaron inquietudes que luego iban a proyectarse de una u otra forma en el latir cultural uruguayo de los años que siguieron y hasta el presente.