Edgar Borges (Desde España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
En estos días la curiosidad me hizo ver un programa de televisión titulado “Roberto Bolaño, el último maldito”. En todo el documental, como en el título, había un aire de epílogo que me provocó cierta incomodidad. ¿Qué significa el último maldito? ¿Qué representa el malditismo según la lógica televisiva? ¿Será la forma de vida del autor o la complejidad de su obra?
El programa (por ingenuidad o repetición) se suma a la idea de defunción que la industria mercantilista le quiere atribuir a la literatura compleja. Mucho se festeja la libertad de expresión, pero lo que no se admite es la libertad de contenidos (“La política en una obra literaria es un pistoletazo en medio de un concierto, una cosa grosera y a la que, sin embargo, no se puede negar atención…nos vemos obligados a abordar acontecimientos que entran en nuestros terreno, puesto que tienen por terreno el corazón de los personajes”. Stendhal). Para nadie es un secreto que en el entramado comunicacional el pensamiento crítico está prohibido (aunque de vez en cuando se cuele alguna idea); pero muy poco se menciona la creciente imposición de los gustos literarios. La literatura seria (no porque no ría) está viviendo un momento difícil. A mí, por ejemplo, no me gusta la escritura del señor Ken Follett; sus libros y su retórica me saben a nada. Desconfío de la realidad que el sistema capitalista nos impone en clave de sonrisa forzada. Opto por las realidades abismales, las que van al centro del fuego. Y a cada paso que doy el señor mercado me vende al señor Follett (“Odio los héroes vulgares y los sentimientos moderados”. Gustave Flaubert). Esto no fuera problema (y quedaría a criterio de cada quien) si también me permitieran encontrar con la misma facilidad los libros de literatura compleja (la que encierra juego, inventiva; la que dibuja lo bestia y lo sublime de cada ser, de cada perspectiva, y deja posibilidades de participación al lector). Ni hablar si publicaran las obras de tanto escritor que se ve obligado a engavetar sus proyectos o a distribuirlos en Internet (“Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades”. Arthur Rimbaud).
Alberto Manguel, en su libro “La ciudad de las palabras”, dice que “Las cadenas de librerías venden el espacio de sus escaparates y mesas al mejor postor, de forma que lo que ve el público es aquello que la editorial paga para que se vea. En consecuencia, pilas de libros que anunciados como best sellers ocupan la mayor parte del espacio físico de la librería y todos ellos, como las salchichas, llevan una fecha de caducidad implícita que garantiza una producción constante”. ¿Se puede considerar demócrata la lógica que describe Manguel? La selva editorial está expulsando de la superficie a la literatura poderosa, reflexiva, incómoda. Como si alguna ley universal hubiese indicado que de la complejidad pasáramos a la resignación (¡la vida es bella aunque el capitalismo nos lo niegue todo!); el mundo se está banalizando tanto que ya existen programas de literatura de autoayuda (y les da miedo hablar de “La metamorfosis”). De seguir así pronto editarán manuales escritos por Paulo Coelho para leer “El Quijote”, “Los Miserables”, “Crimen y Castigo”, “Pedro Páramo” y “Rayuela” (El horror representado en las fotografías y el miedo provocan la pérdida de la conciencia -por eso están como sonámbulos- y de la capacidad intelectiva-están como idiotas”. Roberto Bolaño). Ya sabemos que la pretensión es convencernos (con medio sueldo a cuestas y la historia familiar endeudada) de que vivimos en una sociedad feliz (¡Buenos días mister Follett!), de ahí que no convenga la literatura que mete el dedo en las llagas de la realidad. Pero por favor señores magos del libre mercado, así como decretan el nombre del último maldito, revelen quién fue el primer estúpido que asesinó de conservadurismo la literatura.
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