La Radio del Gato

martes, 16 de noviembre de 2010

Carta de un anacrónico a los Vargas Llosa

Por: Edgar Borges (Desde España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

Queridos “librepensadores”

Reciban mis saludos que siempre, aun cuando me dirijo a ustedes, están cargados de sangre (En todos mis actos hay impulsos de sangre, obvio). No vayan a creer que esta carta va dirigida a la familia de don Mario, el escritor Nobel. No, mis ideas vuelan pero yo controlo los hilos que la impulsan desde la tierra. Ya sé que el escritor Nobel no lee cartas que no formen parte del orden establecido. Orden que nunca va más allá del centro. La presente misiva tiene como destinatarios los escribidores serios que están estudiando para ser los Vargas Llosa del futuro. Reconozco que el señor Mario escribe como los buenos (aunque escribía mejor cuando era amigo del Gabo). Sin embargo, su escritura poderosa no le da derecho a cuestionar al gigante Julio Cortázar. Y ocurre mis queridos estudiantes del curso Vargas Llosa que su maestro se metió con el Cronopio Mayor. Ya sé que en estos tiempos de desfachatez capitalista (donde el libre mercado maquila de luz la sombra y viceversa) se vende (y se promueve segundo a segundo) el mediocre montaje de la “sociedad feliz y resignada”. Ya sé que quien atente, aunque fuese en palabras, contra ese modelo corre el riesgo de ser etiquetado de anacrónico. Y a mí, con toda la sangre que potencia mis ideas y mis saludos, me importa un grano de lenteja que me llamen anacrónico pero no guardaré silencio ante el ataque que el maestro del “libre pensamiento literario” ha pronunciado contra Cortázar. Ya sé que el conservadurismo anda revisando la historia para volver a crucificar a Cristo y fusilar de nuevo al Che Guevara. Pero eso será si los anacrónicos aceptamos el papel de Pedro. Ya sé que en tiempos de estupidez generalizada todo el mundo anda diciendo cualquier cosa. No obstante, lo del señor Vargas Llosa, que de estúpido no tiene nada, obedece al orden de la inversión de los grandes detalles (la luz es la sombra y viceversa). En una reciente entrevista don Mario reitera su admiración por la señora Margaret Thatcher y resalta la “inocencia” que caracterizaba la obra de Cortázar. Su admiración por la señora Thatcher la comprendo y aplaudo, cada quien escoge el espejo que mejor le cuadre a su cara. Pero la opinión sobre la supuesta “escritura inocente” de Cortázar es un exabrupto. No tengo nada en contra de los inocentes y hasta merecen mis respetos mientras no se dejen confundir el centro con la izquierda. Lo que pasa es que la obra de Julio Cortázar fue escrita con la intencionalidad que sólo un genio puede. El mismo Cronopio aseguró que “no creía en la literatura inocente”. Su única bienaventurada inocencia consistía en vivir por y para los amigos (y con esa inocencia se sostiene la vida, por lo menos la digna). Entonces, ¿cómo carajo viene don Mario a etiquetar de “inocente” la obra de Cortázar? ¿Será que gracias al Nobel don Mario se cree más moderno que Julio? ¿Quién puede ser tan chantajista o ciego de análisis como para creer que vivimos tiempos modernos sólo porque a cada segundo nos inventan nuevos modelos de máquinas? No conozco, ahora mismo, en la selva editorial de lo que se promociona, ninguna obra más moderna que “Rayuela”. Pero don Mario (que no es el amigo Cantinflas), con esa vanidad del libre pensador que todo lo sabe, viene y dice que “Yo le convencí que fuera a Cuba. El Cortázar que yo conocí odiaba la política. Fíjese que no quiso ni conocer a Juan Goytisolo, porque le parecía un escritor político. Yo estaba tan entusiasmado con Cuba que le repetía: ¡Tienes que ir, Julio, es una experiencia formidable, es otra cosa! Y aceptó y fue…y ese viaje le cambió la vida, ahí conoció y comenzaron los amores con la lituana Ugné Karvelis…Cortázar descubrió la carne, el sexo, y eso le llenó mucho la vida durante un tiempo, ya no le hizo tanta falta inventar mundos…desde el punto de vista literario, la relación con Ugné hizo perder a sus libros originalidad, esa inocencia previa que daba a su obra encanto y misterio. Se volvió feliz, y no se puede ser feliz y ser un gran escritor.”

Queridos discípulos de don Mario, me parece que su guía está viendo el mundo desde una altura donde se pierde la perspectiva de lo mundano (Desde esa altura George W. Bush vio armas de destrucción masiva en Irak y escribió su libro de memorias). Desde mi subterráneo veo más feliz la cara de don Mario que la de Julio; en la mirada de Julio se reflejaba la misma ternura triste que se asoma en la mirada de cualquier hijo de vecina. Y los hombres como Cortázar ríen cuando ríen otros (eso ni lo duden distinguidos alumnos). Tampoco percibo ninguna incongruencia entre carne, sexo, política e imaginación. Es más, queridos muchachos de la acera de enfrente, desde la ficción (y eso lo sabe don Mario) se conspira con más inteligencia. Y Julio Cortázar fue el gran maestro de la conspiración revolucionaria, esa que altera la rutina de los lectores y les cambia la vida. Quien lee “Rayuela” ya más nunca se come el cuento de la realidad absoluta. Eso lo sabemos los lectores de Julio, nuestro amigo Cronopio. Y les aseguro amigos estudiantes del “libre pensamiento” que poco me importa convencerles de nada; con esta carta sólo pretendo decirles que no confíen a ciegas en el fin de las utopías. La historia aún no acaba, el punto final jamás podrá ser la injusticia disfrazada de democracia. No todos los anacrónicos andamos durmiendo la siesta sobre los ladrillos de la Unión Soviética. Tampoco asuman como ley el fin de los escritores equilibristas que recorren el fino hilo que comunica la estética con el compromiso humano. Se equivocan si creen que no se puede construir una literatura política y poderosa. Si miserable es la realidad mercantilista, poderosa tendrá que ser la literatura, que como un puñal, atraviese la política. Y no es que pretenda amargarles la escuela, pero me atrevo a pronosticar que en un futuro, cuando ustedes dicten la conferencia de “la sociedad feliz”, algún anacrónico irrumpirá en la sala y gritará: ¡Viva Julio!

Se despide, afectuosamente,

El anacrónico.

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