Edgar Borges (Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
La literatura, al igual que la ciencia, propone un juego dentro de un espacio y un tiempo determinado. El creador diseña un sistema (o un antisistema) y el resto lo hace la inventiva del observador. Cierto es que en el mundo de la realidad social (la que inventan unos para sistematizar la vida de todos) se castra nuestra motivación al juego. De ahí la importancia que debería tener la ciencia y el arte para todo proceso de sensibilización social.
En este instante histórico, cuando se nos pretende imponer un modelo de literatura desechable (la exagerada promoción y distribución de contenidos ligeros sobre contenidos complejos), hay que celebrar el necesario (y oportuno) riesgo editorial que asume Josep Forment Forment (Bossost, Val d' Aran 1962) en su libro "Arthur Rimbaud. La belleza del diablo" (Editorial Alrevés 2009). Gracias al autor y a la editorial por reafirmarnos que, en este siglo XXI (cuando deberían estar superados muchos simplismos), sí es posible disfrutar de la literatura como juego sin tener que escondernos en el callejón del barrio por el temor a que los vecinos piensen que estamos locos. Y decir, jugando en plena calle, que no deseamos ser normales.
"Arthur Rimbaud. La belleza del diablo" se nos presenta en un estuche. Lo abrimos y descubrimos un libro de 96 páginas acompañado de un grupo importante de cuartillas sueltas. Lo primero es un ensayo sobre Rimbaud y lo segundo son sus poemas liberados, como si fuesen cartas milenarias que jugaran a ser reinventadas de tiempo en tiempo.
Sorprende el discurso cercano con el que Josep Forment Forment diseña el complejo juego del poeta. Forment dice: "Pensar en un jugador más que en un lector, creo que es acercarse más al imaginario de Rimbaud. La lectura, en él, se convierte en una experiencia que destruye la linealidad a la que estamos acostumbrados. El tiempo, entonces, forma parte de una realidad cíclica. Nada transcurre, todo gira. La idea de movimiento es la que prevalece". Y como lector lanzo las cuartillas (o poemas-cartas), como aconseja Forment, y, por un instante, rompo la realidad postiza que me satura. Me dejo llevar por el libro-juego.
Quién es Arthur Rimbaud; La leyenda; El preludio; Rimbaud juega; El juego de cartas; Los tres mazos; Rimbaud desaparece; Yo es Otro; Bufones y truhanes; El lector juega; La gran baraja. Se trata de los títulos del índice, pero también podrían ser las claves de un juego que, con vida propia, gira a mí alrededor. Y el enigma (según mi juego) lo anuncia el poema "Vagabundos": "¡Miserable hermano! ¡Sólo atroces veladas le debo! <> Me suponía un golpe de mala suerte y una inocencia chocante, y añadía comentarios inquietantes".
Cuenta el ensayo que "En las obras convencionales la secuencia viene predeterminada por el autor o el editor. En Rimbaud, muy al contrario, es el texto el que está en movimiento, y el lector, en cambio, permanece quieto. El lector lee sin apenas esforzarse porque es el poema quien se mueve". Y nunca se detiene el juego: Cartas Arcaísmo. El poder del Pasado; Cartas Concupiscencia. El poder del Erotismo; Cartas Vilipendio. El poder de la Transgresión. Enigmas (o llamados de puertas) que me van conduciendo a un camino alejado de la realidad exterior. El círculo se va reduciendo (o ampliando), quizá me estoy distanciando (o acercando). La poesía es un juego que flota en el ambiente, como energía que va y viene porque busca respuestas. Juego (y energía) que es circular porque anda tras las huellas (pistas) que conduzcan a una verdadera salida.
Arthur Rimbaud escribía poemas en cartas que luego enviaba a sus amigos. O rivales. Cuenta Forment en su ensayo que "Desde un comienzo, Rimbaud escribió de un modo muy peculiar. Sus composiciones, o forman parte de la correspondencia a poetas y maestros, o de una entrega en mano a los amigos. Sus poemas siempre los poseía una persona en concreto que, o bien los obtenía a través de una carta en el buzón, o bien se las había entregado un conocido o el propio Rimbaud. El poema es concebido como parte de una microobra (la carta) o como una cuartilla suelta que vagará indefinidamente de una mano a otra". Y a mis manos llega un extracto de "Una temporada en el infierno" (obra que describe nuestro transito por el valle de luces engañosas): "¡El trabajo humano! es el detonante que ilumina mi abismo de tanto en tanto...existiremos divirtiéndonos, soñando amores monstruosos y universos fantásticos, y lamentándonos y querellándonos contra las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido, -¡sacerdote! En mi lecho de hospital, el perfume del incienso es muy intenso; guardián de los aromas sagrados, confesor, mártir...El trabajo es demasiado llevadero para mi vanidad: mi traición al mundo sería un suplicio efímero. En los últimos instantes, acataría por la derecha, por la izquierda..."
Y sigo tras las huellas. Jugando. Jugando.
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