Jorge Majfud (Desde Estados Unidos. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
En los orígenes de los países latinoamericanos, sus intelectuales estuvieron mayoritariamente a favor de las reformas liberales. Éstas, de una forma o de otra, se impusieron en parte contra las fuerzas conservadoras, representadas por el clero católico y por las clases terratenientes, a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX. Como en otras partes del mundo, los liberales latinoamericanos concebían a la historia y a las sociedades como un proceso evolutivo, siempre cambiante y naturalmente progresivo, de menos a más y de peor a mejor. Una concepción de la humanidad y una valoración del tiempo que se oponía a la inmovilidad de la iglesia y de la aristocracia semifeudal en el poder.
Sin embargo, también este período histórico coincidió con la pérdida de la referencia norteamericana, del modelo social, económico y cultural que representaban Inglaterra y Estados Unidos. A finales del siglo XIX esta pérdida de admiración, principalmente motivada por la idea de “fracaso” propio, se transformó en desconfianza primero y en reacción después. De la admiración anglosajona de los Sarmiento y Alberdi se pasa a la reacción crítica de los Martí, los Darío y los Rodó cuando no al rechazo incondicional de la cada vez más poderosa nación industrial del norte. El “anti-imperialismo” referido a Norteamérica comenzó siendo una reacción reivindicadora de lo propio, de la América latina colonizada y, en casos, se perpetuó en una cultura reaccionaria, alérgica, donde la definición de la identidad propia quedó subyugada a la relación de rechazo hacia “el imperio”.
Junto con este rechazo y desconfianza en las tempranas intenciones imperialistas del Gran Hermano del norte, se rechazó aquellos paradigmas que, no sin contradicciones y ambigüedades, lo representaban, como el liberalismo. De esta forma, observamos cómo en América Latina el término “liberal”, que antes connotaba “progres(ism)o”, en desmedro de las fuerzas conservadoras, pasó a significar lo opuesto. Pero no sólo se trata de un simple cambio en las fronteras semánticas del término, sino en su correspondiente construcción filosófica e ideológica.
En Estados Unido y en muchos países europeos, liberal es todavía sinónimo de izquierdista o de progresista. Igual que en América Latina, liberal es una forma de insulto, aunque por razones opuestas.
Actualmente en América Latina los términos “(neo)liberal” o “liberalismo” se oponen a “progresismo”. Los dos primeros representan a los sectores conservadores, políticamente denominados “de derecha”, mientras que términos como “progresista” se reservan (y se conservan) para identificar a los grupos “de izquierda” —siempre y cuando alguien no problematice su significado exprofeso, con intenciones de reivindicar un territorio semánticamente perdido. No obstante, en el lenguaje sexual y doméstico se conserva aún el término “liberal” para significar una actitud personal o moral que es valorada positivamente por la izquierda y de forma negativa por la derecha conservadora. No ocurre lo mismo cuando se usa el mismo término para referirse a una definición política, social o económica.
En Estados Unidos el término “liberal” representa al otro extremo del espectro político y moral: representa a la izquierda que se opone a los conservadores de la derecha. Aquí el término “liberal” no ha sufrido grandes modificaciones de sus campos semánticos si lo comparamos con la suerte corrida en el sur, por las razones históricas antes anotadas. Paradójicamente, en la actualidad el término “liberal” es usado por la izquierda (laica y progresista) de América Latina tanto como por la derecha (religiosa y conservadora) de Estados Unidos para descalificar —cuando no insultar— al adversario dialéctico.
No sólo los significados de un término como liberal dependen de su contexto simbólico y semántico, sino además la misma idea se encontrará dramáticamente alterada en sus efectos según el contexto social en el cual se aplique el mismo modelo. Pero este punto exige un espacio propio de desarrollo, en el cual se analicen las condicionantes culturales en el desarrollo de una determinada práctica con su correspondiente ideología.
En Carta de Jamaica, escrita en 1815, Simón Bolívar observaba una primera característica de su continente: la desunión. “Seguramente —escribió— la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración”. Esta desunión no sólo se expresó en la partición cada vez más reducida de los futuros países latinoamericanos, expresión del orden social caudillesco, sino en las mismas luchas internas.
“Sin embargo —escribió Bolívar en su famosa Carta de Jamaica—, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia”.
Estas luchas entre conservadores y reformistas, con las características atribuidas por Bolívar en su Carta de Jamaica, nunca fueron propiedad exclusiva de los países latinoamericanos. Sin embargo, el segundo término —reformistas— que hasta finales del siglo XIX fue identidad de los liberales, en el siglo siguiente será apropiado por los grupos “de izquierda”, es decir, por los adversarios semánticos de los nuevos “liberales”. No obstante este cambio semántico, la estructura social y las características culturales de América Latina no cambiaron de forma tan dramática sino todo lo contrario. Los problemas en discusión siguieron siendo los mismos —pero con un lenguaje diferente.
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